Os recomiendo la lectura de este interesante artículo sobre un tema que me apasiona, la reutilización del patrimonio industrial.
Autora: Esperanza Marrodán Ciordia- Dr. arquitecto
Han pasado ya 12 años desde que la antigua Bankside Power Station de Londres abriera sus puertas orgullosa y renovada como Tate Modern Gallery (Detail Edición Española 3/2002). Con aquella operación, Herzog y De Meuron inauguraban una corriente que iba a cobrar gran fuerza en las publicaciones arquitectónicas de los años siguientes: la intervención en edificios industriales.
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De hecho, en paralelo a la ejecución del proyecto londinense, los arquitectos suizos estaban realizando otra rehabilitación industrial en el marco de uno de los mayores y mejores programas de regeneración de regiones devastadas por el fenómeno de la desindustrialización: la IBA del Ruhr, o IBA Emscher Park.
Como proyecto IBA, Herzog y De Meuron renovaban con asombroso equilibrio una antigua fábrica de grano en el puerto de Duisburgo, la antigua Küppersmühle, reconvertida en Museo para la Hans Grothe’s Collection.
Y no solo ellos, también Rem Koolhaas, Norman Foster, o Jürg Steiner con su magnífico proyecto en la central de coque de la mina Zollverein, participaban en aquel IBA rehabilitando viejas arquitecturas y extensos paisajes industriales.
Hay que señalar que ese interés al que hemos ido llegando los arquitectos desde hace una década no es nuevo en otros campos del pensamiento. Desde 1973 –año en el se celebra en Inglaterra el primer International Congress for the Conservation of Industrial Monuments (ICCIM)–, historiadores, arqueólogos, sociólogos, etc. han defendido la conservación de estos viejos edificios.
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Sin embargo, esta defensa tiene que ver con la idea de que los restos industriales son elementos susceptibles de ser legados a generaciones futuras en tanto que son testimonio y documento de una época ya concluida. Desde este planteamiento, la rehabilitación debe estar orientada a la conservación del estado original, y cualquier operación de reutilización que altere esa configuración es considerada una aberración. Para ello se apuesta en muchos casos por la musealización de la actividad que allí se realizaba, congelando el tiempo y acercando a veces peligrosamente el resultado a la idea de parque temático.
Pero para nosotros, arquitectos, la reutilización es, en cambio, una oportunidad de cambio.
Es necesario entonces plantearse el porqué de esta disparidad, y si existe un campo de acción que permita navegar entre el pasado y el futuro potenciando lo mejor de cada uno.
No estamos ante nada nuevo. La intervención en espacios históricos se remonta al origen mismo de la historia urbana en la que las distintas civilizaciones aprovecharon siempre el legado de la etapa anterior. Es así como han llegado hasta nosotros teatros griegos, basílicas romanas, lienzos de murallas, conventos y cuarteles. En ese aprovechamiento no había trazas de nostalgia, ni de respeto por el pasado, solo una conciencia de utilidad por parte del usuario, y la capacidad de adaptación por parte de la pieza a reutilizar.
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Sin embargo, la relación actual del hombre hacia sus edificios históricos es muy diferente. Con la llegada de la Razón al pensamiento, se produjo lo que algunos autores denominan “el quiebro histórico”: el hombre moderno, en la búsqueda de un nuevo lenguaje trató de deshacerse de cualquier vestigio del pasado.
Después de la 2ª Guerra Mundial, ese hombre moderno que miraba valiente al futuro se quedó vacío, sin rumbo. El progreso y la Razón le mostraron su cara más destructiva, y fue así como volvió a mirar atrás, a todo lo que había abandonado. Y en esa mirada ya no había afán utilitario, sino la necesidad de soldar una ruptura, de sentirse seguro en un pasado del que había tratado de emanciparse.
Esta connotación es la que marca la relación actual del hombre con su historia: la necesidad de aferrarse al pasado, a veces irracional, que solo se puede explicar como consecuencia de ese miedo a un futuro incierto. Ya no se trata de preservar aquellos elementos que tengan un valor histórico o artístico, sino todo aquello a lo que el hombre se siente vinculado. Todo aquello en lo que deposita su identidad y su memoria.
Y en este contexto los restos de la etapa industrial irrumpen con fuerza entre aquellos elementos a los que el hombre se siente vinculado y quiere preservar. Solo así se explican fenómenos como la plataforma “Salvemos el depósito” que en 2002 reunió a muchos habitantes de Salamanca, entre ellos escritores, poetas, fotógrafos, y académicos, para evitar el derribo de un antiguo depósito de aguas; o la asociación cultural “Alicante Vivo” cuando aunó a los ciudadanos alicantinos para protestar ante el inminente derribo de los Silos de San Blas.
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En la necesidad de salvaguardar estas piezas –en muchos casos sin valor arquitectónico–, es donde podemos confirmar que la preservación del pasado ha dejado de ser una cuestión ligada a la utilidad o a la estética, para convertirse en algo que se adentra en campos de pensamiento mucho más profundos. Conservar esos elementos se convierte entonces en una razón que va más allá de la reutilización aunque, paradójicamente, en muchos casos es la reutilización la única vía para poder conservarlos.
Pero esta connotación que les llega desde el ámbito de la memoria nos obliga a nosotros, arquitectos, a ser respetuosos con ellos. No pueden ser un campo de pruebas. No pueden ser elementos que podamos quebrar, alterar, o manipular a nuestro antojo. Son edificios o piezas que, al margen de su valor arquitectónico, se nos presentan cargados de significados.
Lo malo es que, al igual que está sucediendo con la evolución del lenguaje arquitectónico y la superficialidad con las que se acometen muchas de las obras más publicadas de los últimos años, también este campo de la rehabilitación industrial sufre las consecuencias de esta aparente pérdida de rumbo: las operaciones se quedan en meros ejercicios de forma, sin que el contenedor utilizado aporte nada más que un mero pretexto para operar. Solo hay que mirar las ampliaciones propuestas por Herzog y De Meuron para la Tate o la Küppersmühle, o el mismo edificio del Caixaforum en la antigua estación eléctrica del Mediodía, para corroborar esta idea.
Pero la mirada del arquitecto es siempre propositiva, constructiva, innovadora. ¿Cómo conseguir entonces ese equilibrio entre actuación contemporánea y respeto al pasado? Ese es el gran reto de estas intervenciones, y su consecución es la que marca el éxito de las propuestas.
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Puede que las que actúan en este sentido no sean las más publicadas, pero hay buenas operaciones realizadas en los últimos años desde esta voluntad de equilibrar pasado y futuro.
Algunas, como el proyecto de AH asociados para la recuperación de la Central Térmica de Alcudia, en Mallorca, buscan a través del paisaje y la evocación de la ruina industrial la manera de introducir al visitante en ese pasado, sin renunciar a la intervención contemporánea.
Otras, como el trabajo de Iñaki Carnicero en la Nave 16 de Matadero Madrid, multiplican la impresionante espacialidad existente a través de operaciones mínimas, contenidas y flexibles.
Y otras, mucho más sencillas, reutilizan y ponen en vibración viejos contenedores. Es el caso de la Biblioteca Pública y Escuela de música de Donaire Arquitectos en una antigua bodega de Huelva, del Museo del Agua de Palencia obra de David Serrano y Maier Vélez en un viejo almacén de una dársena del Canal de Castilla o del espacio HUB ideado por Churtichaga y De la Quadra Salcedo en un garaje de autobuses abandonado en pleno centro de Madrid.
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No siempre se trata de intervenciones en edificios de alto valor arquitectónico, pero todas ellas consiguen que esa parte del pasado, que muchas veces da sentido a la historia del barrio o de la ciudad en la que se encuentra, mire orgulloso al futuro. En definitiva, como escribe Francesco Careri en su fantástico texto Walkscape: el andar como práctica estética, se trata de llenarlos de SIGNIFICADO antes de llenarlos de COSAS.