Artículo de Marta San Miguel para El Diario Montañes
Hay dos aspectos que juegan en contra del patrimonio industrial: carece de la belleza que puede tener una catedral, una casona montañesa o una vidriera, y tampoco tiene el componente de la antigüedad, argumento para valorar la prehistoria y todos sus vestigios. ¿Qué tienen entonces las fábricas valladas, las chimeneas de ladrillo rojo en mitad de un prado, las naves o los cargaderos de metal para que de un tiempo a esta parte se eleve la voz contra su decrepitud? La sociedad ha pasado de la mina a la era digital en apenas un siglo, y sin embargo, el hecho de que se haya consumado el cambio de modelo productivo en un santiamén no hace que las generaciones que han vivido atadas a la industria de su pueblo o de su región olviden quiénes eran, lo que hacían, de dónde salía el jornal que llegaba a casa. Venía de esas fábricas ruinosas. De esas minas. De esas centrales hidroeléctricas.
Ahora que los almacenes se miden en bytes y no en metros cuadrados, cada vez más ciudades se toman estos restos como un punto de partida para contar quiénes son en la actualidad. En ese sentido, la arquitectura industrial es el relato social de cada pueblo, y a falta de belleza o antigüedad, este patrimonio revela un valor que el Ministerio de Cultura quiere blindar con la modificación de la Ley de Patrimonio de 1986 en la que está trabajando. Quiere dotar de más protección a estos conjuntos, y para ello, hay que empezar por reconocerlos, y por tanto, identificarlos.
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En Cantabria, de hecho, fuimos pioneros cuando al redactar la norma autonómica en 1998 ya se incluyó una alusión a este tipo de patrimonio. La región se dotó entonces de herramientas para la protección del mismo, pero en la actualidad, sólo 29 bienes industriales gozan de alguna figura que reconoce su valor, y evita que se destruya, según datos del Plan Nacional de Patrimonio Industrial de 2012. «Los restos industriales suelen verse más bien como el recordatorio del fracaso de un modelo productivo y tienen un sesgo negativo que dificulta apreciar los valores arquitectónicos, estéticos y patrimoniales de estas edificaciones», dice el decano de los arquitectos cántabros, Moisés Castro. Por eso, «disponer de algún grado de protección tampoco supone una garantía de conservación si no hay una auténtica adhesión social y pública a la preservación del patrimonio arquitectónico e industrial». La clave radica en identificar qué se tiene, y en ese sentido, Cantabria se ha quedado a la cola del resto del país al carecer de un inventario que identifique su arquitectura industrial y todos los bienes que conlleva: «Lo primero es conocer para proteger, y si no sabes lo que tienes, no lo vas a valorar nunca», explica Gerardo Cueto, profesor de Patrimonio de la Universidad de Cantabria y miembro de la Comisión Internacional para la Conservación y Defensa del Patrimonio Industrial. Para ello, dice, «sería necesaria la realización de un inventario o catalogación del mismo, y a diferencia de otras regiones como País Vasco, Castilla y León, Asturias, Cataluña y Galicia, Cantabria no cuenta con un inventario que recoja el volumen y calidad de sus bienes», explica.
En Asturias, por ejemplo, cuentan desde 2016 con una base de datos que ha recogido hasta 1.700 elementos, de los que un millar cuenta con protección. Lo más curioso es que este inventario «actualiza y mejora» el que ya tenían de los años 80. ¿Qué ha hecho Cantabria mientras tanto?
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