Autor artículo en Diario de Jerez: José y Agustín Garcia Lázaro
PARA los amantes de los paseos tranquilos, por lugares escasamente frecuentados y de fácil recorrido, nada mejor que aventurarse por los parajes marismeños en torno a Jerez. Pese a tratarse de rincones cercanos a la ciudad, son por lo general poco conocidos y en su aparente monotonía de líneas horizontales y dilatadas vistas, albergan curiosas sorpresas. Como muestra de ello, proponemos a nuestros lectores una visita a las marismas colindantes con el Río San Pedro, a las que puede accederse por diferentes carriles y pistas que se abren en la carretera que une el Puente de Cartuja con Puerto Real, también conocida como "carretera de Bolaños". Se trata de un camino milenario que conoció el paso de la Vía Augusta y, siglos más tarde, el de la Cañada Real de La Isla y Cádiz.
En estos parajes de extensas marismas confluyen los términos municipales de Puerto Real, El Puerto de Santa María y Jerez. Son las tierras del Rincón de La Tapa, de Doña Blanca, de Las Salinas, de las marismas de Cetina, de las Aletas… que ocupan el antiguo estuario del Guadalete, colmatado por los aportes del río en los dos últimos milenios. A mediados de la década de los cincuenta del siglo pasado, el Instituto Nacional de Colonización puso en marcha un proceso de desecación y transformación de estas fincas con las que se pretendía compensar a los propietarios de los terrenos donde se instalaría la Base Naval de Rota. La vocación "salinera" y "marismeña" de estos espacios chocaría enseguida con los proyectos agrícolas que se saldarían con un solemne fracaso. De ello dieron cuenta en apenas dos décadas los canales destruidos, las compuertas inutilizadas, los campos desecados en los que afloraba la sal, la destrucción del entorno natural, las vastas soledades de estos terrenos que, si en un tiempo fueron marismas llenas de vida, en poco tiempo se vieron transformados en campos muertos.
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Hace unos años se planearon nuevos usos para estos espacios en el sector de las marismas desecadas de Las Aletas, próximas a Puerto Real, un enclave donde llegó a anunciarse la construcción de un gran polígono industrial y tecnológico -que hoy sigue paralizado- y que contó desde el principio con la oposición de no pocos colectivos conservacionistas y ecologistas por afectar a suelos protegidos en el entorno del Parque Natural de la Bahía de Cádiz.
Estos días en los que ya se muestran en el paisaje los signos de la primavera hemos vuelto a las marismas de Cetina y Las Aletas recordando la primera vez que, hace más de diez años, paseando por las orillas del río San Pedro vimos, como si de un espejismo se tratara, las ruinas del Molino de Goyena, perdidas, casi camufladas, en un recóndito rincón de estas vastas soledades del estuario. Se trata de un singular molino de marea cuya historia se remonta doscientos cincuenta años atrás.
A mediados del siglo XVIII, Cádiz, La Isla de León y su entorno, viven momentos de gran esplendor de la mano de la actividad comercial y militar ligada al traslado de la Casa de Contratación y a la omnipresencia de la Marina. En la década de los cuarenta de este siglo ya encontramos afincado en Cádiz a Juan Esteban de Goyena y Jijante. De origen navarro (Murillo el Fruto, 1707), Goyena ocupará el cargo de Director de las Reales Provisiones de Víveres de la ciudad de Cádiz y su Partido, como señala el investigador Julio Molina Font en su libro "Molinos de Marea de la Bahía de Cádiz", de obligada consulta para acercarnos al conocimiento de este rico patrimonio, y al que recurrimos para trazar la historia de este molino.
Nuestro personaje es el máximo responsable de la intendencia de una ciudad que, con su cercana área de influencia, se cuenta entonces entre las más importantes del país. Ante las necesidades de víveres y provisiones, Goyena promueve la construcción de un molino harinero, cercano a la Bahía, para lo que en 1754 solicita permiso al cabildo de la villa de Puerto Real al objeto levantarlo en terrenos de propiedad municipal. El lugar elegido es una zona de esteros, el caño de la Marina, conectada con el Río San Pedro, un punto que se encuentra bien comunicado con las poblaciones cercanas a las que ha de abastecer y en especial con los puertos y embarcaderos de la Bahía.
La concesión se autoriza cediéndose 40 aranzadas para levantar un "molino de pan moler", con sus almacenes y estanques, que aprovecharía la fuerza de las mareas para mover sus piedras. Aunque la navegación por el río San Pedro estaba vedada en la época, se atiende también su petición -"por razones de utilidad para la "Real Hacienda y al Común de la Villa"- de que puedan transportarse por el río los granos que constituirían su materia prima y las harinas fabricadas en el molino. Las barcas y barcazas, los inconfundibles faluchos de vela latina, los viejos candrays de dos proas… surcarán durante décadas el San Pedro y el Caño de la Marina en continuos viajes entre los puertos y el molino, aprovechando el flujo de las mareas, trayendo y llevando trigos, harinas y salvados.
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Juan Esteban de Goyena desarrolló así una actividad industrial, que junto a sus cargos oficiales, debió procurarle una holgada posición económica (a juzgar por sus generosas contribuciones a la iglesia de su pueblo natal) y una distinguida posición social, de la que es un ejemplo su ingresó en la orden de Calatrava en 1757.
A su muerte, el molino y sus posesiones debieron pasar a su hijo Juan Antonio Goyena y Laiglesia quien fue también, como su padre, caballero calatravo. Hay constancia de que las propiedades de la familia fueron heredadas por uno de sus nietos, José Ramón de Goyena y Sayol quien aparece como contribuyente en Puerto Real en diferentes ejercicios entre 1829 y 1849, donde figura así mismo su tributación por varias casas, una posada, pinar y manchones. Tal como apunta Molina Font, en 1867 el molino deja de pertenecer a la familia Goyena y es arrendado por Francisco Chozas, pasando posteriormente a manos de don José Manuel Derqui Lozano, ultimo propietario conocido quien lo dedica a la pesca de estero.
El molino, que inicialmente fue conocido con el nombre de su constructor, Goyena, era denominado en el último tercio del siglo XIX con el nombre "de La Albina" (1867), topónimo que hace alusión a los esteros o lagunas que se forman con las aguas del mar en las tierras bajas, como las del paraje en el que se enclava esta construcción. Posteriormente, y en alusión a uno de sus arrendatarios, fue conocido también como Molino de Chozas (plano del Catastro de 1897). Otro de sus nombres fue el de Molino de Galacho, nombre con el que se designan las barranqueras excavadas por el agua al correr por las pendientes del terreno. Cercano a Goyena todavía se encuentra el Arroyo Barranco de Puerto Real, tributario del San Pedro. Sea como fuere, el nombre de Goyena es el que durante más tiempo (más de un siglo) ha identificado a este curioso molino de marea de seis piedras.
En su entorno, donde hoy sólo vemos las marismas desecadas de Las Aletas, estuvo también el "Pinar de Goyena" y, en dirección a la Dehesa de Las Yeguas, el "Bosque de Goyena". Todos estos significativos topónimos pueden descubrirse en el mapa "Contornos de Cádiz" de Francisco Coello (1868) perteneciente al "Atlas de España y sus posesiones de ultramar" que este cartógrafo elaboró como complemento del "Diccionario geográfico-estadístico-histórico" de Pascual Madoz (1845-1850). El citado mapa nos muestra la zona donde se enclava el molino de Goyena en un momento en el que acababa de construir el primer puente colgante sobre el río San Pedro (1846) o las líneas férreas de Jerez al Trocadero (1856) y de Jerez a Cádiz (1861). Y junto a todo ello, testigo del progreso que avanza deprisa por estas tierras, el viejo molino de marea que cuenta ya en sus piedras cuando Francisco Coello traza su preciso mapa, con más de un siglo de existencia.
En la actualidad, si el paseante se acerca a las ruinas del Molino desde Las Aletas, descubre aún en pie, sobre el antiguo caño de La Marina, alimentado por las aguas mareales del río San Pedro, restos de sus muros, y edificaciones, tajamares, arcos, embalses... Dejemos que Molina Font, nos lo describa: "La sala de molienda tenía forma rectangular con varias edificaciones añadidas en su cara suroeste que servirían como vivienda del molinero y almacenes de granos. Estaba construida su fábrica de piedra ostionera de cantería. En la actualidad se conserva toda la estructura de los bajos del molino como cárcavos y canal de entrada custodiados de elegantes tajamares de forma de medias pirámides. El muro de cerramiento situado en su cara oeste todavía se sostiene en pie gracias a los tajamares... que le sirven de contrafuertes, abriéndose en él tres vanos de ventanas, uno pequeño y dos de mayor tamaño. Este molino constaba de seis piedras molturadoras y un arco como canal de entrada de agua que se encuentra a la derecha de su cara oeste, construido como todo el edificio de piedra de cantería sobriamente talladas".
Si visitamos el lugar en la bajamar podemos hacernos una idea del funcionamiento del molino. En su parte trasera, aguas arriba del caño, pueden apreciarse los muros que rodeaban el embalse donde se retenía el agua con la pleamar. Al bajar la marea, comenzaba el vaciado del agua retenida conducida por los pequeños tajamares interiores (que aún se conservan) hacia las bocas de entrada de los saetillos, que aparecen aquí tapados por pequeñas compuertas. Los saetillos eran las estrechas canalizaciones por donde las aguas vaciantes circulaba a gran velocidad aprovechando la corriente originada por el desnivel existente en la bajamar. El chorro incidía a gran presión, de forma tangencial, sobre los álabes o palas del rodezno, una rueda metálica que al girar trasmitía el movimiento a la piedra situada en su parte superior, ya en la sala de molienda.
Con cada pleamar se llenaba de nuevo el embalse y en cada bajamar podían entrar de nuevo en funcionamiento los rodeznos y las piedras, con lo que los molinos, como este de Goyena, tenían energía asegurada de manera cíclica, cada seis horas de acuerdo al ritmo de las mareas.
Con todo, la parte más llamativa del molino es la fachada delantera de la sala de molienda, donde se albergaron seis piedras, que aún se mantiene en pie gracias a los sólidos y curiosos tajamares, labrados en grandes bloques de piedra ostionera que han sobrevivido al paso de los siglos. Junto a ellos se aprecian también los muros de la ría hasta la que llegaban los faluchos y los candrays cargados de trigo y partían llevando la harina a los puertos cercanos o a los grandes barcos anclados en la bahía. En uno de los flancos aún se aprecia el pequeño muelle de embarque, construido con grandes sillares a modo de graderío.
A través de los vanos del muro, por los huecos de las ventanas de lo que fue su sólido edificio, se recortan al fondo los perfiles de los bloques de apartamentos de Valdelagrana, la Bahía de Cádiz, las soledades de la marisma...
En estos tiempos se habla mucho de poner en valor el patrimonio histórico, arquitectónico y etnográfico de nuestros espacios naturales, como un recurso que podría atraer el turismo cultural y como complemento a la oferta de sol y playa ya existente en la Bahía. Por esta razón, creemos que pueden ser también el momento de recuperar el viejo Molino de Goyena, como se ha hecho con el existente en El Puerto de Santa María. Antes de que el tiempo y la desidia arruinen definitivamente sus muros, podría acometerse su restauración, la regeneración de su entorno, el rescate de su historia... De esa historia que durante siglos han escrito los molinos de marea de la Bahía que hoy conocemos mejor gracias a trabajos como los de Julio Molina Font.